El quinquenio de gobierno 2016-2021 dejó múltiples secuelas en el ámbito político, varias de ellas nocivas para la democracia. Quizá la más grave fue descubrir que las fricciones entre el Gobierno y el parlamento, una dinámica “normal” en sistemas representativos, podían provocar en última instancia la destrucción del Ejecutivo gracias a la existencia del “botón nuclear” de la vacancia presidencial.
En los años de Pedro Pablo Kuczynski, la posibilidad concreta de la vacancia (por incapacidad moral) llegó alrededor de 500 días después del inicio de su gobierno. Este escenario fue precedido por el uso (o abuso) de los canales constitucionales establecidos para el control político, como las interpelaciones o censuras.
Esta vez, en cambio, no han transcurrido más de 100 días del gobierno de Pedro Castillo, y la vacancia presidencial ya se vislumbra como una salida. Tal vez habría que precisar las cosas: la vacancia como una opción se instaló en la agenda parlamentaria menos de 7 días después de iniciado el Gobierno, tras la juramentación del gabinete encabezado por Guido Bellido.
Naturalmente, quienes impusieron esta agenda provacancia fueron algunos voceros de la oposición en el Congreso, sobre todo los que representan a la (nueva) derecha peruana, quienes sienten que les usurparon fraudulentamente una elección que creían ganada.
Pero el gabinete Bellido fue una excelente excusa para comprobar cuánto podía rendir una narrativa provacancia. La incapacidad para el manejo de los asuntos públicos, las provocaciones injustificadas y la continuada campaña por una nueva Constitución confirmaba para el bloque de derecha que un gobierno izquierdista solo podía equivaler a comunismo, terrorismo y “cerronismo” (en combo), más allá de que tengan serias dificultades para justificar por qué dichos términos deberían aplicarse a la evaluación del Gobierno.
Castillo decidió remover a Bellido junto a otros cuestionados ministros antes de la escalada del conflicto, cuyo desenlace podría haber afectado su presidencia. El nombramiento de Mirtha Vásquez como premier procuró desactivar a los grupos más duros en la oposición, en tanto representa un poco de moderación y compromiso democrático, algo así como un oasis en el desierto político de los últimos meses.
Con todo, el nuevo gabinete carga en la mochila ministros con fuertes cuestionamientos, varios insostenibles en el corto plazo. Sus vínculos con la corrupción y con grupos antidemocráticos son una bomba de tiempo para el actual gobierno (y para todos). Algunos de estos ministros serían para la oposición la demostración de que el ala dura de Perú Libre vive todavía en Palacio de Gobierno, por lo que no escatimarían en tomar medidas extremas con tal de “salvar al país”.
Mientras tanto se fortalece una lógica amigo/enemigo tanto en el terreno político como en el social. De ahí que el bloque de derecha no se haga ascos en pactar con partidos europeos de extrema derecha, o que deliberadamente se desentienda de las acciones violentas y de hostigamiento en las calles promovidas por grupos “anticomunistas”. Al respecto, es interesante anotar la conservadurización del pensamiento en la derecha peruana, a la cual parece no importarle demasiado que el precio del dólar manifieste una tendencia a la baja o que Julio Velarde haya sido ratificado como titular del BCR. Al menos no lo celebran tanto como en otras coyunturas.
Sin embargo, se está presto a saltar con el cuchillo entre los dientes ante cada movimiento del Gobierno. Las alarmas de la vacancia resuenan nuevamente cuando muy cristianamente se plantea que la incapacidad moral depende de saber distinguir “entre el bien y el mal”. Así, el voto de confianza al gabinete Vásquez será una nueva prueba para la frágil democracia peruana; quizá un punto de inflexión para las relaciones entre los poderes. Como sea, caminar siempre sobre el filo implica que los resultados no pueden ser sino imprevistos, y que tanto la cooperación mínima como la autodestrucción son posibilidades latentes y reales en el Perú actual.