Lee la columna escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/3ROGDLt
Uno puede elegir la manera en la que enfrenta los tiempos que le toca vivir, pero, ciertamente, no puede elegir la época que le toca. Tomando prestado el título de la novela de Mario Vargas Llosa, vivimos tiempos recios. En las últimas décadas, tuvimos un país con una importante dinámica de crecimiento económico a pesar de sus instituciones débiles, con algunas islas de eficiencia que permitían ese crecimiento y algunas iniciativas de reforma, aunque débiles y precarias, en diferentes áreas de la administración pública. En todo esto, la influencia de ideas y prácticas provenientes de organizaciones internacionales resultaban un estímulo importante para un sistema político en general desprovisto de grandes propuestas o iniciativas políticas. La representación política estaba rota, pero los intereses particulares operaban mayormente por debajo del radar de la política nacional. Y, en cuanto a la política nacional, cierto consenso entre las élites alrededor del mantenimiento del modelo neoliberal le daba cierta continuidad y previsibilidad al rumbo del país. En medio de todo esto, las tensiones y el dinamismo político estaban marcados por demandas y movilizaciones que buscaban mayores niveles de integración y de redistribución que, al mismo tiempo, daban lugar a algunas concesiones por parte del Estado. Todo esto llamaba la atención por su resistencia al cambio y por su continuidad, hasta que la desaceleración económica empezó a mostrar con mayor elocuencia las fracturas de este modelo político.
Desde el 2016, el consenso neoliberal empezó a resquebrajarse, la derecha liberal perdió espacio frente a una derecha extremista y populista, la izquierda más moderada lo perdió frente a una izquierda más conservadora, y los problemas de representación se hicieron aún peores. Los partidos devinieron poco más que vehículos para transportar candidaturas, espacios para liderazgos personalistas con intereses particulares, y las dirigencias perdieron incluso la capacidad mínima de filtrar y controlar a los candidatos dentro de sus partidos. El Congreso 2020-2021 fue una primera manifestación de esta nueva configuración, que se reeditó en el Congreso actual.
La conflictividad y la polarización política durante la presidencia de Pedro Castillo les dio un manto ideológico a las disputas del período 2021-2022, pero, caída esta, asistimos a la manifestación abierta de un nuevo escenario marcado por la proliferación de intereses particulares de carácter regional y sectorial. Y una buena base de articulación de esos intereses es la oposición a las iniciativas reformistas y al activismo judicial anticorrupción. La agenda del final de la actual legislatura del Congreso ha sido bastante ilustrativa: no se legisla pensando en las necesidades de reactivación de la economía, lucha contra la inseguridad ciudadana o mejora de la calidad de la inversión pública para mitigar los efectos del fenómeno de El Niño. Se legisla para retroceder en la reforma política, para neutralizar iniciativas anticorrupción y para extender prácticas informales. El drama es que no existe una oposición articulada o legitimada para enfrentar estas iniciativas; en otros contextos, la protesta y la movilización callejera lograron poner freno a prácticas similares.
Tiempos recios en los que vivimos, en donde es el propio Congreso, que debería de representar la pluralidad de los intereses de la sociedad, el que ha formado una mayoría para detener iniciativas de reforma y de lucha contra la corrupción. Sin embargo, es una mayoría pasajera, heterogénea, contradictoria y con fecha de caducidad. El gran desafío es no repetir esta configuración en el próximo ciclo electoral.