Lee la columna escrita por nuestro investigador principal, Martín Tanaka, para el Diario el Comercio ►https://bit.ly/44DkBPD
La semana pasada se realizó en Buenos Aires una nueva edición del Congreso de la Asociación Internacional de Ciencias Políticas y en muchas de las mesas y conferencias se recordó el imprescindible legado intelectual de Guillermo O’Donnell (1936-2011). Uno de sus trabajos, “Accountability horizontal” (1998), discutido en esta reunión, me parece particularmente vigente.
En tanto líderes como Carlos Saúl Menem en Argentina o Alberto Fujimori en el Perú gozaban de una importante popularidad durante buena parte de sus mandatos, ese no parecía ser el problema central. El problema se ubicaba en la dimensión horizontal de la ‘accountability’: en una democracia representativa las autoridades son parte de un entramado de relaciones institucionales que se controlan unas a otras. Un sistema político sano mantiene un equilibrio de poderes, pero presidentes autoritarios y populares suelen usar su poder para avasallar las prerrogativas del Congreso, del Poder Judicial, de los organismos electorales. Dependiendo de cuánto se avance en ese proceso, algunos de esos presidentes terminaron construyendo nuevas formas de regímenes autoritarios, como el propio Fujimori, o aceptando límites a su poder, como en su momento el colombiano Álvaro Uribe. Esta discusión planteada por O’Donnell resultó de gran utilidad para pensar en casos posteriores, como los de Hugo Chávez, Rafael Correa o Evo Morales.
Un gran tema de debate respecto de este tipo de liderazgos ha sido evaluar cuán “democráticos” o “autoritarios” resultaron siendo. O’Donnell explicaba que esto era difícil de dilucidar porque detrás de las democracias representativas contemporáneas se hallan tres grandes tradiciones de pensamiento, no necesariamente complementarias, sino, más bien, en tensión entre sí. Una tradición liberal, una democrática y una republicana. El principio liberal establece la protección de derechos ciudadanos básicos ante el poder del Estado o de otros grupos sociales; el republicano establece criterios para el ejercicio de la función pública; y el democrático, la participación o soberanía del pueblo en la toma de decisiones políticas. Las tensiones se resuelven mediante el principio de la representación, en el que el pueblo opta por quien lo represente y el representante debe llevar ese mandato, pero dentro de los márgenes de la ley. Y donde las decisiones se toman por mayoría, pero representando los derechos de las minorías.
En años recientes, las tensiones entre estos diferentes principios parecen haberse hecho mayores en toda la región: los debates sobre los procesos constituyentes, por ejemplo, ponen en tensión el principio democrático de la soberanía popular con los límites que imponen los derechos individuales y las reglas de juego institucionales que establecen principios y procedimientos para limitar esa soberanía. La protección de derechos individuales en ocasiones colisiona con criterios mayoritarios de carácter conservador. Y ciertas prácticas republicanas son cuestionadas como elitistas desde la reivindicación de la “democratización” de la actividad política.
En nuestro país, vivimos además, por el momento, la paradoja de un Congreso llamado a controlar al Ejecutivo que parece tener más poder que este, surgido de una accidentada sucesión presidencial. Y que en ocasiones legisla vulnerando derechos individuales o prerrogativas de otros poderes en nombre de la legitimidad que le otorga su origen electoral. Y que deja de representar los intereses de la pluralidad de los ciudadanos para encerrarse en una suerte de defensa corporativa o de intereses particulares.