Lee la columna escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/4ebgC1Z
Una de las grandes discusiones que tenemos pendientes en nuestro país es qué hacer con el proceso de descentralización y cómo encarar la relación entre la capital y las regiones. Existe un amplio consenso en torno de la idea de que existe un marcado desequilibrio en cuanto a las oportunidades de desarrollo y acceso a servicios en la capital frente a las regiones, y que es necesario intervenir al respecto. La descentralización ha sido un tema de debate desde inicios de la República y desde el 2002 tenemos gobiernos regionales elegidos sobre la base de los antiguos departamentos. A pesar de todo, podría afirmarse que en los espacios subnacionales las autoridades regionales son el referente político más importante, por encima de los alcaldes de las capitales provinciales. Podría decirse que esto ha sido hasta cierto punto esperable, dado el mayor ámbito de sus responsabilidades, pero también es cierto que no son claros los servicios que brinda al ciudadano, por lo que estos sienten más cercanía con el desempeño de los gobiernos locales, provinciales y distritales.
Nuestro actual proceso de descentralización no fue resultado de una planificación adecuada ni tampoco contó con mucho apoyo político desde el centro. Se dio porque los políticos nacionales encontraron en la descentralización una forma de dispersar la presión política hacia el centro, y otorgar espacio político a liderazgos que habían ganado cierta relevancia desde las regiones. Alejandro Toledo inició así un proceso que no pudo coronar en la formación de “verdaderas” regiones que integraran a varios de los antiguos departamentos, y durante los años de Alan García se desconcentraron funciones y competencias de manera desordenada.
Desde entonces, en la práctica, la élite política asumió que el proceso estaba estancado, pero instalado; esto se expresó en la desactivación del Consejo Nacional de Descentralización y su sustitución por negociaciones particulares entre la PCM y las regiones, con la intermediación eventual de la Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales.
Al inicio existió cierto optimismo respecto de las posibilidades de la descentralización: aparecieron algunos movimientos y liderazgos regionales que parecían el germen de la renovación de la política nacional, como César Acuña, Yehude Simon, César Villanueva, Martín Vizcarra, entre muchos otros. Sin embargo, la no consolidación de esos proyectos y la posterior aparición de sonados escándalos de corrupción, la elección de gobernadores altamente cuestionados e incompetentes, incluso con vínculos con actores ilegales, hizo que pasáramos del entusiasmo original a una suerte de prudente escepticismo. Hoy parece claro que no contamos con élites con proyectos desarrollistas desde las regiones, sino con aventuras personalistas, con contadas excepciones.
Las cosas han llegado al punto de que el Congreso se siente empoderado para desaparecer a los movimientos regionales, no porque se busque mejorar la representación política (al mismo tiempo han rebajado los requisitos para la participación de los partidos nacionales en los ámbitos subnacionales, creando un potencial vacío de representación), sino buscando eliminar competidores desgastados. Pero no se atiende el problema de fondo, que implicaría un gran debate nacional.