Lee la columna escrita por Carlos Contreras Carranza investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► http://bit.ly/3O8Umuq
Esta semana se ha rememorado la masacre de Juliaca, en la que un año atrás murieron 19 personas y resultaron heridas más de un centenar, con ocasión del ataque al aeropuerto de la ciudad, punto neurálgico de la comunicación regional. Pero en estos días se ha cumplido también un siglo de unos sucesos mucho más cruentos y esperpénticos, que la historiografía conoce como la rebelión de Huancané, una de las provincias más antiguas del departamento de Puno.
Cien años atrás, la región del sur sufría el paulatino colapso de lo que durante media centuria había sido el nervio de su economía y el eje de su modernización productiva: la exportación de lana de oveja y fibra de camélidos. Golpeada por la introducción de la lana artificial, los ganaderos del sur nunca pudieron recuperarse y las lanas salieron del elenco de las principales exportaciones nacionales después de la Primera Guerra Mundial. Pero durante su apogeo, entre 1870 y 1920, el negocio lanero desató un voraz apetito por los pastos en los departamentos de Cusco y Puno, que llevó a la expansión de las haciendas sobre tierras que antaño pertenecieron o eran utilizadas por comunidades campesinas.
Dicha expansión provocó una secuela de rebeliones en Puno desde 1915, así como la aparición en Lima de organizaciones preocupadas por la defensa de los recursos indígenas, como la Asociación Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo. Pero quizás más perturbador que el latifundismo fue el gamonalismo, que consistía en la imposición a la población campesina de faenas o trabajos en favor de las autoridades locales, como el juez de paz, el gobernador del distrito o el cura. Tales trabajos no eran remunerados, o lo eran con dádivas, puesto que se entendían como un tributo de los indios a las autoridades estatales o religiosas. Liberados del tributo indígena en 1854, la obligación de conducir la correspondencia de las autoridades, traer alcacer para los caballos del gobernador o limpiar la plaza del pueblo, vino a reemplazar a la antigua gabela. Las autoridades locales justificaban estas prácticas con el argumento de que sus oficinas carecían de presupuesto y que ellos mismos ejercían sus oficios de forma graciosa; es decir, sin percibir un salario.
¿Por qué esta acción desafiante, pero pacífica se tornó en diciembre de 1923 y enero de 1924 en una rebelión violenta? Es fuente de debate entre los historiadores regionales. Unos hablan de instigadores mistis que, deseosos de justificar una acción represiva y destructora del nuevo pueblo, movieron a los campesinos a la rebelión. Otros, de un doble juego de los dirigentes, que, por un lado, buscaban apoyo oficial, pero, por el otro, procuraban forjar una nueva república donde toda la tierra fuera solo de los indios y se expulsara a los terratenientes blancos y mestizos. El hecho es que, ante la rebelión abierta, en la que los campesinos marcharon a tomar la villa de los mistis de Huancané (que sería el equivalente del aeropuerto de Juliaca de nuestros tiempos), el prefecto del departamento despachó tropas del ejército que la aplastaron, dejando un saldo de víctimas mortales que el historiador Nils Jacobsen ha estimado en dos mil y José Luis Rénique, en mil. Como fuere, parece que, al menos en la cantidad de víctimas, las cosas habrían mejorado en el último siglo.
Jacobsen traza, asimismo, una conclusión interesante: aunque el objetivo de una nueva república solo india o un nuevo Tahuantinsuyo, si lo hubo, fracasó, los propósitos más concretos de conseguir un mercado libre, la erradicación de los trabajos gratuitos, la construcción de escuelas rurales y la autonomía de las comunidades y la defensa de sus tierras, tuvieron en los años siguientes enormes progresos y, en tal sentido, los rebeldes de Huancané triunfaron. Sobre la rebelión más reciente, llegará el turno de su balance.