Lee la columna escrita por Martín Tanaka, investigador prinicpal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/48Yvi24
El 13 de setiembre pasado, se cumplieron 30 años de los acuerdos de Oslo. En la Casa Blanca, el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, el primer ministro de Israel, Yitzhak Rabin, y Yasser Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina, firmaron un acuerdo que, se esperaba, sentaría las bases para una relación pacífica entre israelíes y palestinos, partiendo del reconocimiento palestino del Estado de Israel y del reconocimiento israelí de la creación de un estado palestino, expresado en la creación de una Autoridad Nacional Palestina. Este último debía construirse sobre territorios en parte ocupados por Israel en Cisjordania y la franja de Gaza, para lo que este país debía devolver territorios y revertir asentamientos ilegales, contando con garantías para su seguridad. Debía pensarse en esquemas de concesiones territoriales mutuas y espacios binacionales entre estos estados, que den cuenta del hecho de que hay muchos palestinos en Israel e israelíes en territorios palestinos, capaces de convivir pacíficamente. Finalmente, Jerusalén, ciudad sagrada para judíos, musulmanes y cristianos, debía tener una administración compartida. Estos acuerdos eran apenas el punto de partida de una implementación compleja a lo largo de los años siguientes.
Treinta años después, el balance de los acuerdos de Oslo, como era de esperarse, resultó bastante pesimista. La Autoridad Nacional Palestina nunca pudo consolidar un control territorial efectivo, la expansión de asentamientos israelíes ilegales aumentó, grupos extremistas israelíes y palestinos desplazaron a grupos más moderados y dialogantes, otros estados y otros actores asumieron posturas más belicistas y fundamentalistas, y las tensiones, resentimientos y desconfianzas se agudizaron. Encuestas de opinión realizadas en abril de este año mostraban que el porcentaje de israelíes que considera que es posible la coexistencia pacífica entre Israel y un estado palestino era de solo un 35%, cuando ese porcentaje llegaba hasta el 50% hace diez años, en el 2013. Porcentajes similares de escepticismo se registran también entre la población palestina. De manera más preocupante, el deterioro de las alternativas pacíficas se expresaba también en una mayor legitimidad de escenarios violentos: un 90% de palestinos estaba de acuerdo con la afirmación de que, en tanto eran víctimas, tenían la justificación para hacer “cualquier cosa” para poder sobrevivir, un porcentaje que alcanzaba un también mayoritario 63% entre judíos israelíes. Los terribles sucesos iniciados el 7 de octubre no solo han confirmado la pérdida de vigencia de los acuerdos de Oslo, sino que han llevado a nuevos niveles los crímenes de guerra y las violaciones al derecho internacional humanitario, primero por los grupos armados palestinos y luego por la respuesta israelí.
Si bien parece claro que los acuerdos de Oslo se han agotado completamente y que la propuesta de convivencia pacífica entre el Estado Israelí y un estado palestino parece hoy acaso más lejana que nunca, la pregunta es, ¿cuál es la alternativa? La guerra y el conflicto abierto no llevarán al triunfo de ninguna de las partes y el dolor, el resentimiento y la desconfianza harán cualquier victoria militar de corto plazo una derrota política en el mediano plazo. Si bien la implementación de la propuesta de la convivencia entre dos estados parece hoy imposible, ojalá que la inviabilidad de salidas bélicas abra más adelante la posibilidad de retomar el camino del diálogo y la posibilidad de soluciones duraderas. Y la comunidad internacional debe mostrarse firme para hacer viable ese camino, apenas se abran las oportunidades para ello. Pasado el momento de la rabia y la respuesta emocional, los caminos para salidas viables de largo plazo deben estar trazados.