Lee la columna escrita por nuestro investigador principal, Martín Tanaka, para el Diario el Comercio ► https://bit.ly/3DUvnoW
El asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio en Ecuador el pasado 9 de agosto pone sobre la agenda la inquietante y creciente presencia del crimen organizado en nuestras sociedades y su influencia en la esfera política. Este crimen nos recuerda la terrible campaña presidencial en Colombia en 1990, en la que fueron asesinados los candidatos Luis Carlos Galán, del Partido Liberal, Carlos Pizarro, del M-19, y Bernardo Jaramillo, de la Unión Patriótica, en el contexto del enfrentamiento del Estado con los cárteles de la droga y la acción de grupos paramilitares.
La amenaza del crimen organizado se cierne sobre toda América Latina. Así como se produjo un ‘boom’ en el consumo y los precios de muchos de nuestros productos de exportación, ocurrió lo mismo con el consumo y con el precio de la cocaína, lo que estimuló aumentos en la producción y la necesidad de establecer mayores circuitos de distribución. Al mismo tiempo, los esfuerzos de algunos Estados para enfrentar el poder de las organizaciones criminales propiciaron cambios en los circuitos de distribución y en la composición y el poder relativo de las organizaciones delictivas. Así, por ejemplo, iniciativas del Estado Mexicano incentivaron el desplazamiento de algunas actividades a varios países centroamericanos, e iniciativas del Estado Colombiano propiciaron el desplazamiento de actividades a países como Venezuela y Ecuador. Es en este marco que podemos entender la creciente criminalidad en este último país, las disputas entre cárteles y su creciente influencia en la actividad política.
Estos cambios han tenido un gran impacto en la vida cotidiana de todos nuestros países. En casi toda la región, por ejemplo, hemos visto aumentar las tasas de homicidios en los últimos años: no solo en países con estados débiles, como El Salvador u Honduras, sino también en Argentina o Uruguay, donde la preocupación por la creciente inseguridad ciudadana es también un punto central en la agenda política. Cambios en las rutas de distribución de la droga hacia Estados Unidos, Europa y África cambian el papel que desempeñan los países de la región: aún funciona la idea del “efecto globo”; es decir, si se aprieta de un lado, crece del otro. Las diferentes etapas del negocio de la droga se desplazan de unas regiones y países a otros, y unas modalidades delictivas sustituyen a otras. La experiencia ecuatoriana reciente sugiere, además, que las cosas pueden cambiar muy rápido y se puede pasar de ser un país relativamente estable y marginal a los circuitos de la criminalidad, a ser uno en el que las mafias están dispuestas a disputar abiertamente la soberanía a los estados.
Nuestro país, hasta el momento, parece moverse en los pisos más bajos de la cadena del negocio, básicamente como proveedor de insumos, donde se aprovecha la relativa “indiferencia” estatal respecto de la producción de coca; donde además se toma ventaja de la debilidad estatal que permite establecer circuitos de comercialización a través de puertos y fronteras relativamente porosas por parte de actores pequeños o medianos relativamente autónomos. Si bien la parte más rentable y, por lo tanto, más violenta de los negocios parecería ocurrir fuera de nuestras fronteras, esto podría cambiar rápidamente, y en cierto modo ya empezó a ocurrir. Ocupamos una posición relevante tanto en el circuito de distribución norte, que termina en EE.UU. y en Europa, pero también en el sur (Paraná-Paraguay), con destinos en África y Europa.