Lee la columna escrita por nuestro investigador principal, Martín Tanaka, para el Diario el Comercio ► https://bit.ly/3OTWXb1
Hace un par de semanas exploraba en esta columna algunas relaciones entre la actividad criminal y la política, a propósito del asesinato del candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio. En días recientes se ha comentado mucho sobre la posibilidad de aplicar el ‘modelo Bukele’ en nuestro país, lo que nos lleva a otra arista de ese mismo asunto.
Como sabemos, en El Salvador, Nayib Bukele ganó las elecciones de febrero del 2019 con más del 53% de los votos, rompiendo la suerte de bipartidismo existente desde hacía casi 30 años; pero su partido apenas tenía representación en el Congreso elegido en marzo del 2018. Bukele tuvo la habilidad para gobernar sobre la base de un discurso de combate a la corrupción y a las élites políticas tradicionales. En febrero del 2020, por ejemplo, irrumpió en el Congreso acompañado por militares armados para forzar la aprobación de una operación de endeudamiento para financiar su política de combate a la criminalidad, iniciativa censurada por la Corte Suprema de entonces.
Con la pandemia, Bukele logró legitimarse con una lógica de enfrentamiento frontal a la criminalidad, con una combinación efectiva de fuertes medidas restrictivas y políticas de bonos y reparto de alimentos, algunas de las que fueron también cuestionadas por su constitucionalidad. Todo esto le permitió obtener una mayoría aplastante en las elecciones legislativas del 2021 y, con esa mayoría congresal, inició sus funciones destituyendo a los jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y al titular de la fiscalía general. Y los nuevos jueces nombrados por el Congreso terminaron habilitando la candidatura a la reelección de Bukele para febrero del 2024, a pesar de una prohibición constitucional expresa.
Ahora, es indudable que Bukele, a diferencia de otros presidentes que encabezan regímenes autoritarios, como los de Nicolás Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua, que sufren la desaprobación de la mayoría de sus ciudadanos, goza de una popularidad altísima y diferentes sectores en toda la región empiezan a considerar sus prácticas como referentes a seguir. Ciertamente, exhibe como logro una recuperación notoria del control estatal del territorio, el restablecimiento del orden público, un logro muy valorado por una ciudadanía cansada del poder de las mafias, de las pandillas que tenían sometida a la población.
Bukele logró esto mediante regímenes de excepción que permitieron una represión prácticamente sin restricciones, donde ocurrieron numerosas violaciones a los derechos humanos; además, lo hizo mediante la recuperación del control de las cárceles y ciertas negociaciones ‘informales’ con algunos grupos, con los que se permiten operaciones más ‘discretas’ a cambio de apoyo político y una suerte de pacto de convivencia que está abriendo espacios para lógicas de corrupción. Todo ello empieza a ser ventilado por la prensa independiente y autoridades judiciales en Estados Unidos.
Si bien podría afirmarse que el ‘modelo Bukele’ de enfrentamiento a la criminalidad es inseparable del contexto en el que opera, marcado por la arbitrariedad y el autoritarismo, y que, por lo tanto, no podría considerársele un ‘modelo’ a seguir, también es cierto que, si desde una perspectiva democrática no se es capaz de plantear una solución efectiva a los problemas de la ciudadanía, el ‘modelo Bukele’ seguirá siendo un referente seductor para sectores cada vez más amplios, y puede dar lugar al surgimiento de liderazgos que buscan legitimarse por ese camino.
Daniel Urresti ya lo intentó recientemente en nuestro país, con relativo éxito, y no será el único. Sectores democráticos deberían tomar nota de la importancia de considerar el combate a la criminalidad como un asunto central de la agenda política, para liderar una estrategia que congregue al conjunto de poderes y actores públicos, dotada de recursos, marcos legales adecuados, etc., que se exprese en resultados efectivos y visibles en plazos razonables. La inercia que prima en el liderazgo político en el Ejecutivo y el Congreso, en la policía, jueces y fiscales, autoridades penitenciarias, entre otros, tiene que romperse.