Lee la columna escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/4e387G8
La semana pasada nos preguntábamos por las razones que explicarían que estemos viviendo un claro retroceso en cuanto a las pocas reformas institucionales que se intentaron implementar en los últimos años. Si bien nunca tuvimos propiamente en los últimos 25 años iniciativas de reforma integrales, ambiciosas y persistentes, retrospectivamente notamos que sí había cierto espacio y oportunidades para intentar reformas en diferentes áreas del Estado. Se partió por la construcción de cierta institucionalidad que asegurara la estabilidad macroeconómica durante el fujimorismo, que a lo largo de los años fue extendiéndose a otras áreas, como la educación básica y superior, las políticas sociales y la administración pública.
Una clave para entender este proceso está, aunque suene paradójico, en el carácter personalista de los presidentes y sus gobiernos, y en la debilidad de sus partidos. Desde el fujimorismo, los presidentes enfrentaron la necesidad de atender problemas muy acuciantes, pero no contaban con cuadros o equipos técnicos propios, al menos no con las calificaciones necesarias, ni tenían mayores compromisos con estos, por lo que recurrieron a figuras independientes y se dejaron llevar por los consensos existentes dentro de redes de expertos nacionales y extranjeros en diferentes ámbitos de la política. Más adelante, su relativo buen funcionamiento y el rédito político que otorgaban, y la ausencia de redes clientelares extensas que satisfacer, permitieron que estas lógicas se mantuvieran e incluso se ampliaran.
Alejandro Toledo llegó al poder con un partido, Perú Posible, pero no se trataba de una gran maquinaria y en su gobierno contó con muchas figuras independientes. Alan García ganó con el Apra, pero gobernó más con una lógica personalista y se cuidó de no repetir el problema de su primer gobierno, en el que las presiones por satisfacer cuotas partidarias mellaron la calidad de las políticas. Al mismo tiempo, la necesidad de mejorar la eficacia del gasto en un contexto de disponibilidad de recursos o de contar con herramientas para negociar con el magisterio abrieron oportunidades para avanzar en la creación de un servicio civil o de la reforma magisterial. Ollanta Humala también siguió una lógica personalista y pragmática: se alejó de su entorno partidario de izquierda original, aunque intentó mantener cierta orientación social, y mantuvo la continuidad de técnicos liberales interesados en mantener el dinamismo económico. Más adelante, tanto Pedro Pablo Kuczynski como Martín Vizcarra asumieron que empujar algunas reformas les otorgaba cierta legitimidad y espacio para mejorar su capacidad de negociación con el fujimorismo, a fin de contrarrestar su debilidad política.
Las cosas cambiaron drásticamente con Pedro Castillo; con él llegó al poder no un partido estructurado, sino diversas redes que exigían cuotas y las justificaban en nombre de la democratización de un Estado “secuestrado” por tecnócratas y expertos “neoliberales”, sin que importaran demasiado los costos en la eficacia de las políticas. Con Dina Boluarte las cosas podrían haber cambiado, al no contar ella con redes propias que satisfacer, pero ha quedado atrapada por compromisos con sus aliados congresales, que a su vez están marcados por intereses informales y contrarreformistas.