Lee la columna escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/47BYv0D
La semana pasada hacíamos un balance general del 2023 en el país y llamábamos la atención sobre la responsabilidad de la presidenta Dina Boluarte en el rumbo que tomó su gobierno, no imaginable necesariamente a finales del 2022, cuando parecía tener opciones abiertas, cuando debía manejar tensiones y tendencias contradictorias dentro de su entorno. Con el paso de las semanas, especialmente después de las muertes ocurridas durante la represión de las protestas en Puno, Boluarte tomó la decisión de consolidar un camino que dio lugar al progresivo alejamiento de colaboradores que proponían rumbos alternativos. En esto el papel de Alberto Otárola como articulador y operador ha sido fundamental, poseedor de habilidades políticas de las que la presidenta carece. Desde el inicio.
El camino inicial fue evitar conflictos con la mayoría de intereses conservadores que logró finalmente la vacancia de Pedro Castillo después de su fallido golpe de Estado, que luego se amplió a la mayoría de intereses informales y populistas que ahora parecen controlar el Congreso. Con todo, sería justo reconocer que se trata de un gobierno que ha logrado un precario equilibrio sin representar propiamente a ningún sector: si bien evita conflictos con el Congreso, tampoco es expresión directa de este; si bien mantiene una orientación económica de mercado, tampoco está implementando una agenda que permita recuperar la confianza empresarial; si bien ha seguido en lo valórico y cultural una orientación conservadora, tampoco tiene una agenda o iniciativas ambiciosas en ese terreno. Y en materia de seguridad y orden interno, si bien la defensa activa o pasiva de los responsables de la manera de encarar las protestas sociales es una marca de identidad, tampoco hay una decisión tomada respecto de una lógica abiertamente represiva.
El gran logro del gobierno de Boluarte ha sido llegar hasta ahora, pero está también signado por una ausencia de iniciativas y de la eficiencia requerida para enfrentar los problemas del país. Al inicio, ante la mediocridad y corrupción presentes en el gobierno de Castillo, no parecía muy complicado marcar una diferencia a favor. Pero la recesión, el agravamiento de los problemas de seguridad, el desafío cada vez más ominoso del crimen organizado, entre otros, hacen patente que se requiere otro tipo de conducción. El 2026 parece demasiado lejano para la inercia existente; el empresariado y la derecha económica requieren un MEF más empoderado y decidido a recuperar la confianza empresarial y la promoción de la inversión, la sociedad en general reclama una mínima eficiencia en el combate a la delincuencia y el crimen organizado, y sectores liberales empiezan a ver con preocupación todas las concesiones que se realizan a los intereses informales que pueblan el Congreso. Así, grupos que el año pasado pasaban por alto los problemas del Gobierno, ahora empiezan a exigir definiciones.
Esto no significa necesariamente que el Gobierno vaya a caer, porque el escenario de adelanto de elecciones aparece todavía como el peor de los mundos, por su incertidumbre extrema. Sin embargo, una recomposición sustantiva del Consejo de Ministros parece estar en agenda. No será sencillo encontrar algún personaje capaz de cumplir las múltiples funciones que logra desempeñar Otárola en el gobierno de Boluarte. Parece insuficiente hacer una recomposición basada en algunos enroques, en la que algún ministro actual asuma la Presidencia del Consejo de Ministros, que podría ser una salida del paso para ganar algo más de tiempo.
Al mismo tiempo, a pesar de que el 2026 se siente demasiado lejano, empieza a aparecer cada vez más cercano pensando en los calendarios electorales. El panorama respecto a los partidos políticos que conseguirán registro para poder presentar candidaturas quedará más claro este año y empezarán las conversaciones pensando en candidaturas. Desde la derecha, el centro y la izquierda aparecen como preocupaciones la fragmentación del voto y la necesidad de construir alianzas mínimamente viables electoral y programáticamente. Aquí el tiempo empieza a acortarse.