[COLUMNA] «19 de julio: una protesta esperanzadora», por Ramón Pajuelo

Lee la columna escrita por nuestro investigador principal, Ramón Pajuelo, para el portal Noticias Ser  ► https://bit.ly/44Y03RY

A los jóvenes de la primera línea

El gobierno de Dina Boluarte se sitúa en la confluencia de varios tiempos históricos. Uno de ellos, de largo plazo, abarca las dificultades estructurales para la conformación nacional y democrática del país, doscientos años después de su independencia y creación republicana. La inexistencia de élites políticas con proyectos democráticos integradores es parte de ese escenario, pues los factores histórico-estructurales no son estrictamente socioeconómicos, son también de orden político, sociocultural e institucional. Un segundo horizonte es de mediano plazo, y tiene que ver con la transición del país, hacia el final del siglo XX, hacia un régimen de acumulación y desarrollo neoliberal extremo, que acabó transformando sustancialmente al Estado y la sociedad, pero también reprodujo viejas estructuras de exclusión social y desigualdad.

El tercer horizonte o tiempo histórico es el coyuntural o inmediato, que incluye entre otras cosas la descomposición de la representación política, en el contexto de la confluencia de varias crisis entrelazadas (política, social, sanitaria -debido al impacto del Covid-19-, económica, etc.). El régimen actual de Boluarte es resultado directo de esa encrucijada trágica, y expresa los ingredientes más nefastos de la crisis nacional actual. Se sostiene en una coalición autoritaria y neoconservadora, que busca mantener sus privilegios, sin considerar que el país desde hace décadas se ha transformado enormemente, incluyendo sobre todo una democratización social de hecho. Pero las élites de corazón de piedra siguen pensando que el Perú les pertenece, a pesar de que es un país donde, en realidad, las masas populares han ganado enorme protagonismo desde los tiempos del velasquismo e incluso del fujimorismo, merced al cambio acelerado del Estado y del mercado, respectivamente.

Dina Boluarte es el monigote ocasional de esas élites, a las cuales dicho membrete les queda demasiado grande, y cuyo perfil puede verse reflejado en el accionar mafioso y matonesco del Congreso más repudiado de la historia, así como de diversos poderes fácticos que actualmente prefieren mantener un perfil bajo, hasta poder dar el próximo zarpazo. Es probable que su próxima víctima sea justamente la propia Boluarte, a quien podrían sacrificar cuando más les convenga, porque es claro que su gobierno no tiene ningún sostén propio: ni en la calle ni los entramados del poder real. Es más bien la peor expresión de la descomposición política y de la angurria personal, incluso a costa de una noción de derechos básicos indispensables que -al menos así parecía- gran parte de los actores políticos habían incorporado luego del horror de la violencia y el fujimorismo, merced a la transición democrática del presente siglo. Boluarte y su poderoso operador Otárola, más temprano que tarde, deben terminar enfrentando procesos por crímenes de lesa humanidad. La protesta que acaba de tener lugar el 19 de julio, comienza a abrir un nuevo escenario, distinto al de la pesadilla que se impuso en el país desde el 7 de diciembre del 2022.

Entender el significado de la protesta que acaba de ocurrir en muchas calles y plazas a lo largo y ancho del país, requiere considerar, incluso más allá de la presencia del régimen actual, los contenidos del horizonte histórico inmediato. Desde las elecciones del 2016, la polarización política acompañada de una mayor descomposición de la representación (es decir, de la incapacidad de los partidos, instituciones y organizaciones para canalizar intereses y expectativas sociales), condujo a una encrucijada entre propuestas de cambio y propuestas de continuidad del régimen de desarrollo y acumulación. La incapacidad de la izquierda democrática para construirse como una alternativa viable, política y electoral, sobre la base de los resultados obtenidos el 2016, abrió paso a la irrupción de una izquierda más radical en el discurso, pero en el fondo más cercana a las expectativas y prácticas concretas de las élites de poder. Eso fue expresado por la alianza de mutua conveniencia que condujo a Pedro Castillo a convertirse en la sorpresa electoral de las elecciones del 2021, en medio de un escenario de extrema polarización política y crisis social. La entraña corrupta del castillismo en el poder, así como su absoluta incapacidad y falta de miras para responder a las expectativas populares que había logrado arrastrar electoralmente, terminaron en el episodio tragicómico del golpe de Estado del 7 de diciembre del 2022. Lo que vino después fue la entronización de Boluarte y la definición de la actual coalición de poder que sostiene a su régimen, completamente al margen de una ciudadanía que lo rechaza tajantemente (hecho reflejado en 80% y 91% de desaprobación del Ejecutivo y Legislativo, respectivamente, según sondeos recientes).

Un primer ciclo de protestas ocurridas en contra del régimen de Boluarte, entre diciembre del año pasado y los primeros meses del actual, fue reprimido salvajemente, proyectando además sobre el escenario de la lucha social, ingredientes inaceptables de racismo, discriminación, ninguneo e irrespeto de derechos ciudadanos fundamentales (derecho a la vida, a la protesta, al desplazamiento en el territorio, entre otros). Estos rasgos ya habían aparecido junto a la competencia y polarización electoral del año 2021, pero el régimen de Boluarte los llevó a la condición de políticas de Estado para el control del orden interno, recurriendo además a una nueva forma de terruqueo oficial, basado en la manipulación grosera de la memoria de la violencia que ensangrentó al país al final del siglo XX. El resultado fue casi medio centenar de asesinados por la represión estatal, así como un número indeterminado de heridos, así como la (aparente) estabilización de la protesta y el rechazo activo al régimen.

De allí el significado del nuevo momento de movilización ciudadana en contra del gobierno de Boluarte, que acaba de inaugurarse con las protestas del 19 de julio. La tremenda ilegitimidad del régimen podría generar una inmensa movilización social, más aún porque a la impunidad y cinismo, se suman cada vez más las evidencias de su mediocridad e incapacidad de gestión (reflejadas, grosso modo, en el frenazo económico que viene acompañando el transcurso del 2023). Sin embargo, el Perú sigue envuelto en un momento de aguda crisis social y de la representación política, al cual se suman otros ingredientes desmovilizadores de la protesta activa, tales como el miedo, la desconfianza o el simple desinterés y refugio de las expectativas en el ámbito de lo privado/familiar. A pesar de ello, la convocatoria a las protesta -sin un liderazgo visible, y sin contar con una estructura de organización centralizada- ha logrado evidenciar que el régimen tendrá al frente, cada vez más, a un sector creciente de oposición social movilizada en las calles. Y no se trata solamente de un sector movilizado en estricta defensa de Pedro Castillo, exigiendo su liberación o restitución, sino más bien de un amplio conglomerado ciudadano que incluye diversas agendas y demandas (justicia frente a los asesinatos del gobierno, nuevas elecciones inmediatas, freno a la corrupción política que exhiben el Congreso y el Ejecutivo, convocatoria a una Constituyente, etcétera).

Se aprecia una recomposición o resurgimiento, todavía inicial y leve, del sentido democrático expresado no solo en las urnas, sino también en protestas como las que sostuvieron al anti fujimorismo y frenaron a Merino en su intento de apropiarse del poder a fines del 2020. Esta vez confluyendo con un caudal de gente movilizada permanentemente desde diciembre del 2022, pues a diferencia de Lima, en diversas regiones del país -especialmente en el sur andino- lo que persiste es un rechazo cotidiano a la arbitrariedad e ilegitimidad del gobierno de Boluarte. Las posibilidades de legitimación del régimen se encuentran canceladas. Boluarte solamente puede seguir perdiendo popularidad. El bloque variopinto opuesto a su permanencia en el poder que ha reemergido el 19 de julio, por el contrario, solamente puede crecer y seguir ganando importancia.

El gobierno se ha adelantado a anunciar que los movilizados fueron 21,000 personas. Es un excelente dato que muestra cómo a nivel nacional, la cantidad de gente en calles y plazas, protestando pacíficamente por democracia, vida, dignidad y otro futuro, fue significativamente mayor. Pero las cifras, con números más o menos en contador, son simples indicadores de tendencias fundamentales, que deben leerse en términos históricos, antes que matemáticos. Lo fundamental es que la coyuntura inmediata del Perú, luego de los meses de la pesadilla con nombre propio (Boluarte/Otárola) al cual el país desembocó desde diciembre del año pasado, parece mostrar nuevos aires y posibilidades. Al fin y al cabo, los momentos de profunda crisis histórica, como el actual, son siempre escenarios en los cuales se van conformando los actores, posibilidades y horizontes del futuro. Quizá el 19 de julio, volviendo a mostrarse como fecha emblemática de luchas ciudadanas por democracia y formación de una nación para todos, muy pronto pueda ser recordado como un punto de quiebre que nos ayudó a salir de la actual pesadilla que los peruanos y peruanas no merecemos.