*Columna escrita por nuestra investigadora principal, Carolina Trivelli, para Gestión ► https://bit.ly/2G7UUe0
Tenemos un problema. A pesar de varios esfuerzos –iniciativas privadas, públicas y de coordinación en su mayoría reflejadas en la Estrategia de Inclusión Financiera–seguimos siendo una economía basada en el uso de dinero en efectivo y con ello uno de los países con aún una enorme agenda para lograr niveles mínimos de inclusión financiera. Niveles que al menos nos lleven a alcanzar el promedio de la región (que está 11 puntos porcentuales por encima del Perú en el indicador de adultos con acceso a al menos una cuenta en el sistema financiero).
Dos indicadores para ilustrar dónde estamos: 1) tres de cada cuatro peruanos que paga un recibo de servicios (luz, agua, etcétera) lo hace en efectivo. Va con dinero en el bolsillo, hace cola y paga directo a cada proveedor. Apenas 9% de los que pagamos recibos de servicios lo hacemos a través de una entidad financiera (presencial, vía Internet, débito automático o teléfono). 2) la mitad de las personas que recibió un salario en los últimos 12 meses lo hizo en efectivo y 84% de los autoempleados recibió sus ingresos en cash (Findex 2017).
Todos estos ciudadanos, que recibieron o hicieron pagos en efectivo viajaron por la ciudad con dinero en el bolsillo, hicieron colas, pagaron buses y taxis, perdieron tiempo y, sobre todo, no dejaron rastro confiable de sus actividades económicas, con lo que perpetuaron su actual exclusión financiera. El uso de efectivo como medio de pago nos aleja de la inclusión financiera, de la formalización, de la eficiencia e incrementa nuestra inseguridad.
Los sistemas de pagos digitales son una de las claves para cambiar las cosas. Cuando los pagos pasan por un sistema digital generan información transaccional que permite a los intermediarios conocer a los ciudadanos que hoy son invisibles para ellos. Y, a la vez, le ahorran riesgos, tiempo y costos a esos mismos ciudadanos.
Todos ganamos, la economía se hace más eficiente, más justa, crece más y los ciudadanos reciben mejores servicios y pueden usar mejor su tiempo y su (escaso) dinero.
Pero el paso a sistemas digitales de pago no sucederá sino lo empujamos deliberadamente. No porque los ciudadanos seamos necios y nos guste perder tiempo y arriesgarnos, sino porque los medios de pago digitales son desconocidos o los que conocemos no son atractivos o no están al alcance de todos.
Nos faltan más formas de pagos simples y de bajo costo, nos falta información e incentivos para probar nuevas formas de pago. Falta que nos obliguen a pasarnos a nuevas formas de pago. Falta que nos dejen de exigir recibos en papel, con sellos de cancelado. Falta que los intermediarios financieros nos ofrezcan medios de pago atractivos y que los promuevan en serio.
Ello es posible, pero requiere decisión y acción. Países como Uruguay, para hablar de uno de la región, lo han hecho en poco tiempo. Entre el 2014 y el 2017 los uruguayos que recibían un salario a través de una cuenta pasaron de 42% a 68%, y el pago de servicios públicos a través del sistema financiero pasó de 8% a 26%. Enormes avances.
Claramente es posible avanzar hacia una economía que funcione mejor, donde los ciudadanos usemos menos efectivo para así poder usar mejor nuestro dinero; para que mayor inclusión financiera contribuya a que la economía del país progrese. Para ello hay que tomar acción, hacer que suceda, si no lo hacemos, el efectivo seguirá siendo el rey. Un rey acompañado por una corte de informalidad, inseguridad y precariedad que no verá progreso en su reino.