Antonio Zapata: Caramelito Canseco

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Al pensar en su reciente enfermedad, aparecen las singulares características de la carrera política de Javier Diez Canseco, JDC. Lo suyo ha sido la voluntad y la creencia en el marxismo como una ciencia que señala un derrotero para transformar la realidad. Detengámonos en el primer elemento, la voluntad de hierro que lo caracteriza. Quienes lo conocen saben que es una máquina infatigable, que persigue su objetivo sin desmayo y que guarda serenidad para los momentos difíciles. Nunca abandona su puesto sino al terminar el día, cuando los demás están agotados.

Cualquiera sabe que JDC es voluntarioso e intuye que esa fuerza proviene de su ánimo para superar su propia discapacidad. Un cuerpo dañado que obliga a una fuerza especial para estar a la par que los demás. Pero no solamente porque su voluntad ha estado dirigida a transformar este mundo, abolir injusticias y remediar entuertos. Su carrera política corresponde al justiciero, que intenta reordenar las cosas de este mundo en una vía que concibe como más humana. Por ello, aunque su fuerza personal provenga de dentro y de la infancia, se alimenta de una decisión adulta que lo convirtió en revolucionario.

Los revolucionarios nunca están tranquilos, porque su contradicción con las injusticias proviene de una emoción íntima, germinada temprano. Nació cuando uno era pequeño y no podía soportar la visión de la abundancia junto a la miseria. Esa emoción se vuelve un sentimiento que impulsa diversas luchas del individuo en su edad madura, fundamentando la reparación de tanto agravio.

El revolucionario siente las injusticias sociales como ofensas personales. Su dignidad se ve mellada por el poder arbitrario del poderoso. De ahí el rechazo visceral al abusivo como leit motiv de la existencia. La injusticia no es un vicio etéreo, sino que se materializa en individuos concretos que encarnan el egoísmo; a ellos se les evita. No se transige, sino se busca derrotarlos, impedir que sigan mandando y sometan a la humanidad en su beneficio.

Ese es el sustrato de la pasión revolucionaria, un sentimiento compartido por millares, que en todos los tiempos han querido invertir el orden, como dice el verso de la revolución española, “que los pobres coman pan y los ricos mierda mierda”. Esa pasión no es exclusiva de nuestra edad contemporánea. Por el contrario, donde uno voltea la mirada encuentra que toda era ha tenido su Espartaco.

Pero la modernidad ha tenido un ingrediente único que ha sido fundamental en la carrera de la generación de JDC, el marxismo. En efecto, creímos que existía una herramienta práctica para cambiar el mundo, que bastaba conocer sus reglas para adoptar la línea correcta y obtener el triunfo de la revolución.

El marxismo nos dio libertad y nos la quitó. Significaba tradiciones y cultura política, también perspectiva internacional y la sensación de fortaleza interior que proviene de una ideología con un mensaje universal. La promesa revolucionaria es para todos los individuos y esa convicción se traduce en fuerza, en disposición a tomar posición sin temor.

Pero, por otro lado, era una cárcel mental, una ideología que obligaba a categorías que tendían trampas y llevaban a laberintos. Entremezclado con el análisis social, el marxismo tuvo sus mejores horas y proveyó de muchos conocimientos sobre la realidad nacional. Pero, creyó que su resultado era científico, que había una verdad al alcance del ilustrado. Así, fuera de la ideología no había salvación y dentro había que seguir la verdad revelada, encarnada en el secretario general.

En esta comedia humana que es la vida, a JDC le tocó precisamente el papel del secretario general, el que sabe lo necesario y es intransigente, porque así debe ser. Colaborar con él fue compartir un caramelo de limón, agrio y dulce a la vez. A su lado, hasta las piedras eran suaves, porque su voluntad estaba por encima de todo. Esa misma voluntad que lo hará reponerse de su enfermedad, para mostrar que la lucha por la justicia social no tiene fin.

Fuente: La República (20/02/13)